sábado, 17 de septiembre de 2011

Delirios oníricos

Sabía lo que ocurriría. Sabía que la señora de rojo se tropezaría, que pasaría en bici un chico vestido de azul y que el niño de amarillo se echaría a llorar porque su madre no le consentía algún capricho. Y si sabía todo eso es porque ya lo había vivido, lo soñó la noche anterior.
Seguía pasmada ante la idea. ¿Cómo podía saber lo que iba a pasar? Era consciente de lo maravilloso de su situación, si soñaba con alguna desgracia ¿podría evitarla? Estaba ansiosa por ir a la cama y volverse a dormir, a ver que ocurría... No pudo saberlo.
Ni tan siquiera se había despertado y se dio cuenta de que estaba dormida, era un sueño dentro de otro sueño. Esto la desubicó todavía más, ¿cómo era posible ser consciente de estar soñando?
No la dio tiempo a pensarlo, ya estaba en otra parte. De repente estaba en una fábrica, pero era muy rara. Era una mezcla de colegio y casona de 4 pisos. No supo qué se fabricaba, sólo veía un orden perfecto, cada uno en su lugar, no podía moverse ni de su planta ni de su sitio. No había lugar para los cambios, pero se estaba bien, todo era armonía, dividida en 4 fases.
Sin embargo, nada era real. De noche todo se transforma y llegó el caos. La gente abandonó su puesto, corría de un lado a otro como huyendo de algo. Dieron con el acceso a las escaleras y cada uno se dirigía feliz hacia el descubrimiento de aquello que desconocían. Armando alboroto, con gran jaleo aquello se descomponía, se había roto la estructura perfecta e idealizada.
Escapó de allí, no podía soportar esa degeneración. Sin saber cómo, había acabado bajo la lluvia, en plena calle, desorientada. ¿Qué hacer? “Ve hacia la luz” le dijo una voz. ¡Joder! ¿Estoy muerta? Dejó de pensar en ello al ver la mencionada luz.
Era un barrio apartado compuesto por chalets adosados, con su respectivo jardín, bien cuidado. Todos tenían alguna luz de la casa encendida, salvo uno, en el que decidió colarse. Inexplicablemente sólo tuvo que girar el pomo para entrar, no tuvo más complicación. Desde la entrada pudo apreciar el exquisito gusto con el que estaba decorada la estancia. ¿Quién viviría allí? ¿Habría alguien en la casa? Esperaba que la respuesta fuera negativa. Se fijó en una mesita que tenía frente a ella, al pie de la escalera.
Allí había un cestillo con cosas varias, tales como llaves, chicles, cigarrillos, un boli y una pequeña libreta. Decidió curiosear y encontró algo que no esperaba en absoluto. Resulta que en ella había fotos y datos sobre unas personas, que sin conocerlas de nada, supo que fueron antiguos inquilinos. Estaba tan abstraída que ni se percató de que alguien bajaba la escalera.
Varón de metro ochenta, entre 24 y 27 años aproximadamente, rapado entero, con 3 piercings en la oreja izquierda (dos aros en el lóbulo y un palo con bola en la parte de arriba), perfectamente afeitado, un tono de piel ni muy blanco ni moreno. Descalzo, con una toalla a la cintura que dejaba ver unas piernas melenudas y un pecho perfecto, sin un solo pelo y unos abdominales bien marcados, todavía húmedos tras la reciente ducha. Se detuvo a mitad de la escalera al ver a la chica. Ella interrumpió su lectura al notar un leve cambio en el ambiente, dirigió su mirada a la escalera y lo vio.
Vivieron unos momentos, de tiempo indefinido, muy tensos, en los cuales se dedicaron a hacer un estudio rápido del otro. De él poco más se podía decir, salvo que tenía unos ojos marrones (casi negros), increíblemente penetrantes, que intimidaban a la vez que atraían a la joven. El primer impulso del hombre era echarla de allí, pero algo se lo impedía. La veía muy delicada, débil y vulnerable, además de empapada tras caminar bajo la lluvia. Él rompió el silencio:
  • ¿Quieres una toalla para secarte?
Ella quedó sorprendida por la amabilidad que mostraba, y sobre todo, por el hecho de que no la echara de su casa. Sabía que eso sólo era posible por el lugar donde se encontraba, lejos de la realidad, una pequeña parte era consciente de ello, la otra se empeñaba en negarlo, quería disfrutar. Y se dejó llevar por el momento.
  • Gracias, sólo espero que no sea la que llevas puesta...
Él sonrió y subió las escaleras. Se vistió de forma rara para quedarse en casa: estilo montañero, con esos pantalones típicos de color beige y una camiseta negra de manga corta. Apareció así ante ella y con una gran toalla en la mano. Ella se envolvió entera. Él la aconsejó darse una ducha caliente para entrar en calor y que no se resfriara. La llevó hasta el baño y dejó una camisa suya para que se pusiera, ya que no tenía otra cosa.
En el salón a la izquierda de la entrada, esperaba Juan (así se llamaba el hombre) fumándose un cigarro y pensando qué rayos estaba haciendo dando cobijo a una completa desconocida. Mientras, ella se despejaba con el agua y pensaba qué haría cuando saliera.
Se había apurado el pelo, pero aún así lo tenía mojado, llevaba la toalla a modo de vestido de palabra de honor. Iba a bajar para preguntarle si por casualidad tendría un secador. Con un repentino mal humor, ante la sospecha de estar con una ladrona, Juan había subido al piso de arriba y tras encontrar su habitación en perfecto orden fue a mirar si ella estaba en el baño. Sin querer, la golpeó con la puerta en la cara. Estela, era ella, se llevó las manos a la nariz, que había comenzado a sangrar al instante, al ver la sangre se desmayó.
Él comprendió que se había equivocado, estaba ante una buena persona que por motivos desconocidos había llegado hasta él. La limpió la sangre, la llevó en brazos hasta su cama y allí la dejó tumbada. Una vez interrumpida la hemorragia decidió despertarla, pues se sentía muy incómodo ante su presencia, tan ligera de ropa...
Estela sonrió y le pidió disculpas. Juan la tranquilizó diciendo que no pasaba nada y la pidió, por favor, que se vistiera. Aún mareada, acertó a levantarse y llegar hasta el baño. Se puso una muda y la camisa blanca, semitransparente, que además de no ser muy larga, dejaba poco espacio a la imaginación para adivinar los detalles de su cuerpo. Ella había notado la rápida conexión que entre ambos se había establecido. Asomó la cabeza por la puerta del baño.
  • Tengo un problema. ¿Cómo te llamas?
  • Juan, ¿mi nombre es un problema?
  • No, pero mi aspecto sí.
  • Mmm...
  • Estela.
  • Bien, Estela, no creo que suponga un proble...
No pudo acabar al verla. La noche dejó de ser fría, dejaron de ser dos...

Se hizo de día y no habían dormido nada. Entre tanta gente que hay en el mundo se habían encontrado, era casi un milagro. ¿Quién puede afirmar con tanta seguridad hallarse ante su otra mitad? Así se durmieron.
Estela despertó con una sonrisa en los labios, se giró en la cama y con lo único que se encontró fue con su almohada. Comprendió lo ocurrido, ahora estaba en el mundo real, Juan no existe. ¿O tal vez sí? Se puso a recordar, no sin dificultad, todo lo que había soñado. ¿Y si ocurriera como en su sueño inicial? Quizá fuese capaz de adivinar su futuro, a lo mejor, bueno, más bien a ciencia cierta, no pasase tal cual pero la dio esperanzas. En algún lugar Juan existía y algún día ambos se encontrarían, intuía que el momento ya no estaba lejos. Sin embargo, hasta que llegara ese “príncipe” todavía tenía que estar con muchos “sapos”, pues si no conociera a ninguno no podría darse cuenta ni distinguir a ese hombre especial entre el resto. No puedes saber cuál es tu plato favorito si sólo conoces una comida, es evidente cuál sería, por eso, lo mejor es tener una dieta variada, disfrutar con cada alimento y luego decidir.

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