domingo, 24 de abril de 2011

2 horas 12 minutos y 21 segundos

Llevaba 3 meses sin verla y se sentía como si la faltase algo, así que Estela decidió que ya era hora de hacer un viaje: visitaría a Esther, su hermana.
Tras pasar una semana trabajando intensamente y con horas extras, le concedieron el fin de semana libre. En el poco rato libre se dedicaba a pensar lo bien que lo pasaría con su hermana y la sorpresa que le daría cuando apareciese de improviso en la puerta de su casa. Hubo un contratiempo y casi se queda sin poder ir de vacaciones, pero solucionó el problema y pudo marchar tranquila. La recomendación de una compañera de que hiciera una ruta turística en autobús fue su despedida de la oficina.
Mientras hacía la maleta pensaba en qué habría hecho si no la llegan a conceder el descanso, la necesidad de visitar a su hermana ese fin de semana y no otro, residía en que el domingo era el cumpleaños de Esther, y la gustaría estar con ella.
Al acabar de hacer las maletas fue directa al coche, no podía perder el tiempo, ya era sábado y cada minuto que pasaba era un instante menos que pasaba con su hermana. Después de haber arrancado el coche y disponerse a marchar, tuvo que regresar a por el regalo de Esther. ¿Cómo se le podía haber olvidado? Le había comprado un fabuloso vestido rojo con todos los complementos a juego, para que se lo pusiera una vez que tuviera todo... Porque no tenía pensado darle todos los regalos de una vez, no, eso sería aburrido y muy clásico. Pensó en hacer lo que había leído en un libro (“Tres metros sobre el cielo” de Federico Moccia), un juego, como si fuera una búsqueda del tesoro. Ella escondería por ciertas zonas de la ciudad los regalos y siguiendo unas pistas, tendría que encontrarlos.
El sol del amanecer la impedía ver bien la carretera, pero afortunadamente, no sufrió ningún accidente. Disfrutaba conduciendo a esas horas, había poco tránsito, sentía que era dueña de la carretera.
Se le hizo algo largo el camino, pero finalmente llegó. Dejó los regalos en el maletero del coche y llevó consigo las maletas. La suerte quiso que tuviera aparcamiento justo al lado del bloque de pisos donde residía su hermana, así que no tuvo que caminar mucho. Vivía en un 6º, con ascensor. Una vez en el elevador observaba los números de la pantalla, le parecía que tardaban una eternidad.
¡Por fin! Llamó al timbre y esperó. Podría ver la cara que pondría su hermana al verla, porque nunca miraba por la mirilla. Se abrió la puerta. Esther se quedó boquiabierta.

    • Después de tanto tiempo, ¿ese recibimiento me haces? - bromeó Estela.
    • ¡Ven aquí, hermanita!- y se fundieron en un abrazo.
Se pasaron toda la mañana hablando, casi no callaban ni cuando estaban comiendo. Esther lamentaba que Estela no la hubiese avisado de su llegada, aunque fue una grata sorpresa que le hizo mucha ilusión, porque tenía esa tarde unos compromisos que no había forma de eludir. Estela se alegró en parte, así podría preparar su juego, de otra forma, le hubiese resultado imposible.
Al despedirse las chicas se aseguraron de que estarían bien. Estela dijo que se quedaría en la casa desempacando las maletas y que luego se pondría a leer. Una mentira piadosa que se llama...
Salió a la calle, sin conocerla apenas. Había estado hace años, pero no se acordaba de mucho... Visitó los establecimientos cercanos, para ver si colaboraban en su causa, algunos se emocionaron con la idea, otros se mostraron bastante reacios.
Paseando llegó a una avenida, que en absoluto conocía, pero decidió aventurarse. Tras caminar, caminar y caminar, se dio cuenta de que se había perdido. Encontró una parada de autobús y a ella fue. Mirando el panel descubrió que la fortuna la sonreía: en 2 minutos llegaría un autocar con destino en Gerardo Diego, la calle de su hermana. Los hados estaban de su parte.
Su percepción del tiempo, en la medida en que quería que pasase rápido, se volvía más lenta. En esos dos minutos estuvo contemplando la zona. Parecía muy alegre y con vida, aunque paradójicamente desierta, es decir, tenía unos jardines preciosos, muy verdes, tenía muchos coches, pero había una ausencia de gente considerable: estaba sola.
Llegó el autobús y estaba vacío. Se sentó en la zona central. Mientras observaba las desconocidas calles, se percató de que el conductor no dejaba de mirarla. Se empezó a sentir incómoda, tenía ganas de acabar con el juego y regresar a su casa.
En una parte de la ciudad que ella desconocía, o eso creía, se detuvo el chófer.
    • Fin del trayecto.
Apagó el motor del vehículo y salió de su asiento. Salió a fumarse un cigarro. Estela estaba encerrada, no le había abierto la puerta. Antes de pensar lo peor, quiso ser optimista. Se acercó a la zona del conductor y muy educadamente le hizo notar el error.
    • Vuelva usted a su asiento señorita, no hay ningún error, y será mejor que no se mueva.
Evidentemente, Estela se asustó. Estaba nerviosa, buscó en su bolso el teléfono móvil para llamar a su hermana. Cuando por fin lo encontró, no pudo ni marcar una tecla. El conductor se lo quitó y le dijo:
  • ¿Qué crees que estás haciendo?
  • Nada.
  • Eso me parecía...
Y volvió a la parte delantera del autobús. Estuvo enredando en una caja.
Los pensamientos se agolpaban en la mente de Estela. ¿Qué ocurrirá? ¿La haría algo? Tenía que salir de allí, pero no sabía cómo. No podía pedir ayuda porque se había quedado sin móvil y por allí no pasaba ni una sola persona.
El hombre se acercaba a ella, provisto de una cuerda y con una sonrisa lasciva en la cara.
    • Vas a saber lo que es sufrir...
Era inútil correr por el autobús, las puertas estaban bloqueadas, todas, salvo la del conductor, pero no la daría tiempo a llegar. Trataba de pensar rápido, idear un plan.
Se dirigió a la parte trasera del vehículo y se quedó parada. El hecho de que ella no pareciera mostrar resistencia hizo que el hombre se sintiera confuso. Sabía que esos momentos eran clave, así que no los desperdició y, con toda su fuerza, se lanzó hacia él para darle una patada en los genitales. Ahora tendría más tiempo para huir, tardaría en recuperarse, aprovechó y recuperó su móvil. Salió, como alma que lleva el diablo, despavorida, sin rumbo fijo. Para su sorpresa, cuando se detuvo a tomar aire y comprobar si la seguían, se percató de que estaba a una calle del edificio de su hermana.
Más calmada, al estar ya en casa, miró el reloj. Sólo habían pasado 2 horas, 12 minutos y 21 segundos desde que había salido de casa. Sin embargo, no fue esa la sensación que ella tuvo. Sólo de recordar lo pasado y de imaginar lo que la podría haber ocurrido, le recorrían escalofríos por la espalda.
Le contó lo ocurrido a Esther, denunciaron al tipo. Se decía que era un chico normal, pero desde que le había abandonado la mujer por otro hombre se había vuelto un misógino y quería hacérselo pagar a cuanta mujer encontraba, sin tener ellas culpa de nada. Esta vez, ya habían recibido más avisos antes, consiguieron detenerle.
El domingo, ya olvidada la historia del día anterior, las hermanas disfrutaron de su tiempo juntas. Lo pasaron muy bien con la caza de regalos, sin percances. Con lágrimas se despidieron, porque no sabían cuantos meses transcurrirían hasta que pudieran verse de nuevo.

El lunes por la mañana, en el trabajo, le preguntó una compañera qué tal el fin de semana, si se le había hecho corto y si había viajado de ruta turística en algún autobús urbano. Una mirada de esas que no precisan palabras fue suficiente para que la compañera comprendiera que no debía preguntar más.

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